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martes, 21 de mayo de 2013

Las causas del Efecto Pigmalión o la importancia de la mirada

El efecto Pigmalión es un fenómeno que se estudia en psicología y consiste, más o menos, en que aquellos con quienes nos relacionamos responden de acuerdo con las expectativas que hayamos depositado en ellos. Si saludamos a alguien de mala gana, nos contestará de mala gana; si sonreímos, nos sonreirá; si nos mostramos desconfiados con él, nos corresponderá con su desconfianza.

Está comprobado que el efecto Pigmalión funciona; sin embargo, muchos expertos, cuando hablan de él, tienden a resaltar sus efectos negativos, olvidando que es posible darle una orientación positiva. A fin de cuentas resulta mucho más eficaz y alentadora.

PIGMALIÓN EN LA ESCUELA

La leyenda de Pigmalión es parte de la mitología griega. Cuenta cómo Pigmalión realizó la escultura de una
mujer tan perfecta que acabó enamorado de ella. Afrodita, conmovida por los sentimientos del artista, le otorgó vida a la escultura que se convirtió en Galatea.

Esta leyenda se usa para describir el fenómeno que hemos comentado. En pedagogía se habla de él a raiz
de un libro publicado en 1968 por R. Rosenthal y L. Jacobson: Pygmalion en la escuela. Expectativas del
maestro y desarrollo intelectual del alumno. En el prólogo, sus autores exponían así cómo surgió su teoría: El 20 por 100 de los alumnos de una escuela elemental fueron presentados a sus maestros como capaces de un desarrollo intelectual particularmente brillante. Los nombres de estos niños habían sido extraídos al azar. Ocho meses más tarde el cociente intelectual de estos niños milagro había aumentado de una manera significativamente superior que el del resto de sus compañeros no destacados a la atención de sus maestros. El cambio en las expectativas de los maestros respecto al rendimiento intelectual de los niños considerados como especiales provocó un cambio real en el rendimiento intelectual de esos niños elegidos al azar. […] Las expectativas del maestro pueden convertirse en una profecía que se cumple automáticamente.

Ahora bien, si abundamos un poco en ese planteamiento, advertiremos que nuestras expectativas sobre los demás pueden ser tanto positivas como negativas. Esto añade nuevos matices a lo dicho. En buena lógica, si el que educa y el que es educado aceptan esas expectativas como algo real (real en su artificiosidad), lo harán para lo malo…y también para lo bueno. En consecuencia, la actuación de unos (padres, profesores, educadores) y la respuesta de los otros (alumnos, hijos) acaba ajustándose a esos parámetros, y el niño –o el adulto si es el caso– responde bien o mal según que se espere de él algo bueno o algo malo.

Y aquí es donde comienza la perspectiva pedagógica. Si es posible transformar a una persona (mucho o pocoya es otra cuestión) tratándola de modo distinto a como se muestra ante nuestros ojos, entonces merecerá la pena darle vueltas a cómo hemos de actuar para conseguirlo. Por tanto, teniendo en cuenta que una de las claves del efecto Pigmalión está en la mirada previa, habrá que empezar a fijarse en el modo en que miramos a aquellos a quienes estamos educando.

Una de las formulaciones del efecto Pigmalión que ilustra la fuerza que tiene, es hablar de él como de una profecía autocumplida. Con esa expresión se sugiere que, cuando se espera más de una persona, se produce un determinado clima emocional que facilita la relación con ella. La confianza es mayor, la comunicación más fluída, se le exige más, se le dan más oportunidades... de alguna manera puede decirse que los padres, los maestros y los jefes, tienen la posibilidad de esculpir la capacidad de alumnos y colaboradores, a través de la confianza que previamente han depositado en ellos.

Aunque a veces sucede al revés. Cuando no hay especial química con una persona, cuando alguien nos cae
mal de entrada, cuando, nada más conocer a alguien lo primero que pensamos es: Este tipo es un borde, seguro que me la lía en cuanto pueda; entonces también se cumple la profecía, pero esta vez en sentido negativo: al poco tiempo, ese que acabamos de conocer, nos confirma lo que habíamos pensado de él. De todas formas habría que añadir que no se sabe si sucede así porque estaba escrito o porque nos lo hemos
buscado nosotros.

EDUCAR MIRANDO AL RETROVISOR

Quizá, porque esta vertiente sombría del efecto Pigmalión es la que se percibe con más claridad, son bastantes los estudiosos que se centran en ella. Para ilustrarla se suele poner el ejemplo del jefe al que le cae mal un subordinado, aunque no sepa por qué. El subordinado no tiene ninguna opinión sobre su jefe, pero cuando le da un encargo advierte su cara agria y el tono imperativo con que le habla; además, le asigna tareas muy por debajo de su capacidad. Ante la actitud del jefe, se limitará a realizar estrictamente lo encomendado, a pesar de las mejoras que piensa que se podrían introducir, pero que no se anima a tomar la iniciativa por la actitud que observa en su jefe. Mientras que su jefe, cuando ve el trabajo realizado, corrobora su previsión: Sabía que no podía dar más, y en ningún momento se dará cuenta de que ha sido él quien ha provocado el resultado.

En el caso de los profesores, quizá el principal problema sea educar mirando el retrovisor: dirigirnos a quienes educamos con la mirada puesta en lo que ha sido –o ha hecho- hasta hoy. Así, cuando le pedimos el cuaderno a un alumno que siempre ha sido desastrado y nos lo presenta ordenado y limpio, puede que la primera reacción sea no creernos que lo haya hecho él. O si somos las madres de esa misma criatura adolescente, entramos en su habitación y la encontramos en perfecto orden en vez de con las habituales trazas de campo de batalla, quizá pensemos que está tramando algo.

A veces, ni nos damos cuenta de que estamos reforzando una expectativa negativa en quienes educamos.
Por ejemplo, la insistencia exagerada en que nuestro hijo no estudia: Así no aprobarás; no haces más que ver la televisión y jugar a la play, le llevará a la conclusión de que, efectivamente, puede que sea así, y cuando llegue el momento de vencerse: Me pongo a estudiar, y le cueste llevar a cabo esa decisión, encontrará la excusa perfecta para dejarse vencer: Ya lo dice mi madre: soy un vago… efectivamente, no soy capaz ni de ponerme a estudiar ahora, voy a echar una partidita en la play. Y no le remorderá demasiado la conciencia porque no ha hecho más que cumplir lo que se espera de él.

Igual puede sucedernos con las perspectivas de futuro. Si en vez de pensar que ese chico puede llegar a
ser ordenado y limpio en sus tareas escolares, nos damos por vencidos a las pocas escaramuzas, y acabamos renunciando a pedirle orden y limpeza, significará que nos conformamos con un cuaderno lleno de tachones, sin márgenes y con las hojas arrugadas, y que hemos dimitido de nuestra tarea de educar.

¿QUÉ ESPEJO HAY QUE MIRAR?


Otras veces, en vez del retrovisor, lo que miramos en el espejo es nuestra propia imagen. Y queremos educar modelando en el otro la imagen que vemos en el espejo. Nos olvidamos de cómo son y nos empeñamos en que sean como nosotros.

Quizá esa actitud es mas frecuente entre los padres que entre los profesores. Y se entiende, porque seguro que todos recordamos haber contemplado alguna vez cómo un padre desconcertado observa a su hijo y advierte en él una cualidad que ni sospechaba; además, está convencido de que nada tiene que ver
con él y, claro, no entiende al chico. La mirada de extrañeza se intensifica, cuando resulta que esa cualidad choca frontalmente con el propio carácter.

He escuchado los comentarios, entre divertidos y desconcertados. Un padre de carácter extrovertido,
guasón, maestro de la ironía y del doble sentido de las palabras, hablando de la incapacidad de su hijo de 8 años de decir o de pensar mal de nadie… Otro, buen deportista, hombre de acción, sin especial interés ni afición por la literatura, que había descubierto varias páginas de una incipiente novela que comenzaba a escribir su hija de 10 años. Pero ambos, después de manifestar su desconcierto no tenían ningún inconveniente en declarar abiertamente que, a pesar de todo, estaban encantados con que sus hijos fuesen así y que darían un brazo por conseguir que siguiesen siendo así el resto de sus días.

Porque, en el fondo, el espejo en el que hay que mirar es en el de cada cual; en el de quien estamos educando. Saber cómo son; quizá pensar en cómo llegarán a ser cuando tengan unos años más, y tratarles como pensamos, honradamente, que deben de ser tratados (independientemente de cómo se portan… que a veces se portan muy por debajo de sus posibilidades).

No se trata de ver cómo me engaño para imaginarme un ser perfecto, que nada tiene que ver con ese
niño que tengo delante de mí. La cuestión está, más que nada en conocerle bien; para conseguirlo lo que
resulta más eficaz es una mirada de cariño. Los padres, los educadores, queremos lo mejor para los nuestros, pero a veces, llevados por la miopía del momento (o por el cansancio, o por la impaciencia) resaltamos precisamente lo malo que acaban de hacer. Por eso merece la pena poner la lucha, el esfuerzo por reconducir una y otra vez nuestro punto de mira, nuestra mirada.

La importancia –y efectos– de esa mirada, quedan admirablemente reflejados en My Fair Lady, un musical basado en Pigmalión, una obra de teatro de Bernard Shaw. En ella, se cuenta la historia de Eliza Doolittle, una florista callejera londinense, que acepta recibir clases del profesor de fonética Henry Higgins –que previamente ha hecho una apuesta al respecto con su amigo el coronel Pickering– con el objetivo de hacerla pasar por una dama de la alta sociedad. La experiencia tiene éxito y el profesor Higgins acaba enamorándose de su creación.

Sin embargo, en un momento de la comedia, Eliza se siente menospreciada por el profesor y se queja con estas palabras al coronel: Yo seré siempre una florista para el profesor Higgins, porque él siempre me trata como a una florista, y así siempre lo hará; pero sé que puedo ser una señora para usted porque usted siempre me trata como a una señora y siempre lo hará así.

Enrique Gudín de la Lama





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